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Recuerdo que mi papá solía decirme que entendería ciertas cosas cuando fuera adulta y que la vida era muy dura. Ya lo vería. No trató de protegerme de aquella realidad que su corazón albergaba, y probablemente es por esto que el día en que sentí que la adultez me cayó encima, con sus cuentas por pagar, sus responsabilidades solitarias, su agresividad al aparecer, su necesidad de constante atención; ya estaba programada y lista para decirle a mi papá – por supuesto no de frente – que tenía razón.

A lo mejor si me hubiera dicho algo distinto hoy me sentiría diferente, pero lo que está claro es que gran parte de las conversaciones que tenemos en el consultorio tienen que ver con que ser adulto es bastante complejo y nuestro corazón en eterno recuerdo del dolor de infancia, no quiere tener que hacerse cargo. Si a esto le sumamos que experimentar una de las relaciones más retadoras y complejas que existe se hace en la adultez, pues bueno, 1 + 1 da un 2 lleno de peso y muchas veces, conflictos irreparables.

Pero muchas veces nos confundimos entre los conflictos irreparables y los caprichos en el amor. Muchas veces creemos que la relación en la que estamos, siendo adultos, tiene como función proporcionarnos cada una de las cosas que hemos soñado, y si esto no pasa significa que merecemos mucho más. Creemos que se trata de escoger la mejor de las opciones del menú, aquella que tenga entrada, plato fuerte, postre y bebida acorde a cada una de nuestras necesidades alimenticias, restricciones en la dieta, combinaciones de alimentos de moda o nuevos retos saludables, que cambian como lo hacen las temporadas y las estaciones climáticas, de manera irregular, inesperada y abrupta. Pretendemos que nuestra pareja esté al tanto de aquellas nuevas elecciones en nuestra dieta y que como el mejor de los restaurantes o el más sofisticado de los algoritmos de aplicación de domicilios, sepa cómo cubrir nuestras necesidades, de manera efectiva y rápida. De lo contrario, «creemos que merecemos mucho más» y que es hora de cambiar de proveedor de alimentos.

Y el problema está allí, en que nos confundimos en el propósito de la relación de pareja y calificamos la experiencia momentánea con estrellas de 0 a 5, sin contar con que al otro lado hay un ser que muy posiblemente está esperando lo mismo y que adicional, está encontrando que la adultez le está costando. Decidimos entonces mejor cambiar, enfocarnos en nosotros mismos, trabajar en lo que queremos y necesitamos, pero no tenemos en cuenta algo muy importante: una relación de pareja es la unión entre dos adultos, llenos de esperanza y deseo de todo lo bonito, y llenos también de todo el dolor de su pasado, de su familia, de su niñez sin resolver. Una unión donde las partes experimentan la confusión, el miedo, la presión por las expectativas, los intentos por resolverse, por sobrevivir. Y cuando todo esto ocurre en medio de un momento de vida tan complejo y confuso como lo es la adultez, lo mínimo que corresponde es tener en cuenta y poner en la ecuación las 4 crisis que aparecerán a lo largo de la relación y que si las tratamos con amabilidad, compasión y empatía, podría significar aquello que la mayoría quisimos el día que aceptamos estar con el otro, que fuera «para toda la vida» (aunque no necesariamente lo vaya a ser).

Las 4 crisis son: de identidad, económica o laboral, de salud y emocional. Yo me pregunto, ¿cómo es que estamos dispuestos a acompañar a nuestra pareja en unas de ellas, pero otras resultan determinantes para decir adiós?

La crisis de identidad es aquella que nos dice que a lo mejor ya no queremos seguir trabajando en lo mismo, o que no somos tan valiosos para el mundo, que no tenemos las capacidades que creíamos tener, que nos sentimos gordos, feos, viejos… y nos dice que no sabemos cómo regresar a aquella idea anterior que parecía clara acerca de lo que éramos, queríamos y necesitábamos. Es la que nos hace preguntarnos qué tipo de mamá queremos ser, si somos esposos presentes o nos parecemos demasiado a nuestro padre, si queremos tener un proyecto de vida específico o vamos por fin a hacer el viaje que imaginamos hace tiempo, pero no nos hemos atrevido a concretar. Es dura, desgarradora algunas veces y da mucho miedo, porque se nos pierde lo único que nos mantenía a flote: la idea que teníamos acerca de lo que supuestamente éramos.

La crisis económica y laboral asusta, porque hemos construido la idea de que el dinero es más de lo que realmente tiene como función (que es comprar productos, servicios y experiencias) y depositamos nuestra sensación de seguridad en tenerlo. Cuando crecemos y nos mantenemos como seres adultos que somos, no contar con ese trabajo o ese dinero nos desestabiliza y pone en jaque la percepción propia de valor, capacidad y lugar en la sociedad.

La crisis de salud nos quita tiempo, nos roba energía y nos hace sentir en desventaja con los otros. Anula la idea de bienestar y nos impide avanzar en ligereza, porque nos pesa el intruso que ha llegado en forma de enfermedad y se sale de nuestro control su salida. Creemos que generamos lástima en vez de admiración. Creemos que somos desafortunados y que estamos siendo castigados sin razón.

La crisis emocional está ligada a todas las anteriores y es la que apenas en nuestros tiempos estamos empezando a gestionar, conocer, afrontar. Las generaciones anteriores no tuvieron derecho a sentirlas y mucho menos idea de cómo hacerlo, así que se hicieron los locos y siguieron adelante. Por eso ahora nos pesan tanto, porque cargamos con el peso añejado y congelados de un mundo, atrás. Nos pasa cuando se mueren nuestros padres, cuando no sabemos qué hacer con los hijos, cuando nos sentimos confundidos, ansiosos, deprimidos, cuando estamos en cualquier otro momento y lugar diferente al de la presencia del presente. Cuando estamos o muy atrás o muy adelante, pero no aquí y ahora. Vivimos esta crisis y toca el cuerpo, la mente, el gusto, el disfrute, la mirada, toca todo y toca tanto que hace confundir y creemos que el amor se ha escapado y no ha querido – o quizás podido – regresar.

Las relaciones de pareja navegan en este océano de crisis en calma y remolinos alborotados, una y otra y otra vez. Pero de alguna ilusoria manera seguimos buscando relaciones estables y tranquilas, sin comprender que en la eternidad de la energía lo único que nunca está presente ni lo estará, es la estabilidad. Y cuando vemos con las gafas del desorden a nuestra pareja y a la relación, se nos ocurre dejarla a un lado porque «creemos que merecemos más», sin darnos cuenta de que como la vida, el amor; como el amor, las relaciones de pareja. Tan inestable, tan confusa, tan desbordada, tan insegura. Pero al reconocerla tal y como es, al mirarla a los ojos y tomarla completamente, la relación puede tranquilizarse y darte aquello que sí tiene para darte: un hogar lleno de toallas tiradas, matas que necesitan agua, cajones con papeles viejos, ventanas por donde entra la luz, el viento, la vida, una vista cálida hacia afuera y un lugar seguro a donde siempre regresar.

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