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En esta vida nos relacionamos con 5 elementos: la tierra, el agua, el fuego, el aire y el éter (la unión de todo, la consciencia misma). Cada uno de ellos conserva unas características y permite ciertas acciones, todas dirigidas hacia la transformación y evolución de la materia, y por supuesto, de la consciencia.

Como característica particular, el fuego es el único de los 5 elementos que además de transformar – que es el cambio sencillo – tiene la capacidad de transmutar, es decir, ascender la transformación, hacerlo en el nivel de consciencia, llevar una intención mayor en ella.

El fuego se manifiesta en nuestra vida y una manera de hacerlo es a través de las emociones (particularmente la rabia), pero también en aquello que enciende la chispa para arrancar un proyecto, generar un cambio, transformar una experiencia. Básicamente, para entenderlo podemos imaginar lo que necesitamos a la hora de hacer una fogata y sentarnos al rededor del fuego, con su calor, su sonido, su posibilidad de cocinar alimentos, calentar bebidas y acompañar trances al observarlo. Para hacerlo necesitamos una primera chispa de vida y de fuego, y con la compañía del aire lograr que se expanda y cree aquello que estamos buscando, en este caso, una experiencia de contención y gozo.

… Todos los elementos no serían nada sin la interacción con los otros ...

El territorio del fuego entonces nos invita a apropiarnos de 3 conceptos:

  1. Desapego: Significa soltar para fluir. Incluye el desapego a la idea, al pensamiento, a la emoción, a la historia, a lo que fue, a lo que es, y sobre todo a la idea que tenemos acerca de lo que somos.
  2. Divina indiferencia: Incluye reconocer lo esencial y hacerlo en su justa proporción. Es la indiferencia “a lo no esencial”, es poder prestarle atención a lo que realmente se requiere, es dejar el chisme a un lado y dejar pasar… Es estar viviendo nuestro presente en lo que realmente es importante, es construir un entorno lleno de satisfacciones y experiencias, y no de cosas.
  3. ⁠Impersonalidad: Se trata de salirse de este personaje que hemos creado acerca de nosotros mismos, y crear, vivir, sentir, experimentar más allá de los roles, sin las apariencias, sin la jerarquía, aprobación, exclusión, etc. Es no creerte nada, nada de lo que eres, de lo que crees significar para el mundo, saber perfectamente que importas, pero al mismo tiempo, no importa eso que eres, porque vives al servicio de la vida, no de la apariencia ni de lo que por retribución recibes del mundo.

Hoy quiero hablarte de la impersonalidad y cómo el fuego puede derretir el ego que nos hace creer lo importantes que somos, para poder transformarnos en los servidores de la vida, los discípulos del amor. Todos hacemos parte de un sistema mayor llamado humanidad, que a su vez hace parte del gran sistema del Universo. Poco logramos comprender acerca de él, pero en definitiva, somos responsables de nuestro aporte a la existencia, con nuestra pequeña humanidad al rededor y por correspondencia, con la vida misma. Así que todos tenemos la responsabilidad y el derecho de dar, de entregarle al otro una muestra de lo que hay en nuestro corazón, ya sea bonito o no tanto. Por esto es que trabajamos en procurar limpiarlo lo más que podamos, porque sea como sea, eso es lo que en forma de energía, dejamos como huella.

Ahora, muchas veces, la creación fantasiosa de lo que somos, el rol que desempeñamos, el cargo que tenemos, las personas a las que conocemos, la familia de la que somos parte, las relaciones que tenemos, nos confunden. Confundimos lo que SOMOS con el papel que JUGAMOS y nos creemos que nuestra esencia es la ficha del juego. Nos sentimos importantes porque conocemos a tal persona o en nuestra lista de contactos está el de otra. Sentimos que valemos porque la aprobación del mundo parece decírnoslo, y nos debilitamos en nuestra seguridad propia cuando no gustó lo que propusimos, dijimos, fuimos.

Hace poco conocí a la persona que más me ha ilustrado este concepto en la vida. Fue para mí un verdadero placer convivir a su lado para observarlo y darme cuenta cómo se puede al mismo tiempo adueñarse de todo lo que hemos hecho y que ha sido importante para la humanidad y, saber que eso no nos hace «importantes». Oí historias que contenían gran humildad y narraban su contundente trayectoria pero, de alguna manera – que aún no logro entender cómo se hace – parecía que eso no significaba nada más que la trayectoria y el camino mismo. El camino no era el suyo, no lo había construido él, no podía ufanarse de sus logros; el camino solo estaba allí para ser recorrido y él con valentía y compromiso, lo anduvo. Al mismo tiempo desparramaba gracia en sus recuerdos y vacío en su ego. Era como si supiera perfectamente el gran poder que habitaba en él, pero eso no lo hacía poderoso, porque en su mensaje siempre estuvo la siguiente frase: «La actitud de la vida debe ser la del eterno aprendiz».

Con esta frase supe que no se creía un gran maestro, pero sabía todo aquello que había enseñado. La impersonalidad, el saber que nada significa nada, la posibilidad de olvidar el trabajo realizado, renunciar a la recompensa y pasar por el pequeño yo vencido, es lo que concluí que permite a cada uno de nosotros vivir al servicio de la vida, no de las personas, no de las cosas, no de las apariencias, no de las recompensas, sino de la vida (que en últimas lo contiene todo).

He tenido el honor de sentarme en mi consultorio con hombres y mujeres «importantes» que depositan en la silla su confianza en la palabra que tengo para dar, en el proceso que construimos juntos, en la magia que ocurre en el lugar. A veces me he confundido y me he querido creer importante porque ellos acuden a mí, pero estuve necesitando acomodar este sentimiento porque en el fondo, no lo significaba. Creí que si era lo mismo para mí que estuvieran los «importantes» que los «comunes», era porque no lo estaba apreciando, porque no me estaba dando cuenta de la grandeza, porque no estaba valorando mi camino y mi trabajo, que no estaba recibiendo mi reconocimiento y no estaba invitando al merecimiento a mi vida. Pero muy rápidamente conocí la posibilidad de la impersonalidad y comprendí que eso era lo que realmente estaba ocurriendo en mí. Me alegré de saber que los grandes maestros que me gustan (declarados no por ellos mismos, sino por los que los seguimos) comparten esta humildad que no es empequeñecedora, sino, por el contrario, es tan expansiva que reconoce que son un pedazo de cada uno de sus discípulos, que son el discípulo mismo y que su sabiduría está presente en todos, algunas veces como potencial, algunas veces como realidad.

Me gustó acercarme a la generosidad de su mirada, su tiempo, su trabajo para volverla a incluir en mí y desde este lugar comprometerme solemnemente a seguir haciendo mi trabajo y nunca dejar de compartir esto que hago, que soy, que doy. Porque al hacerlo cumplo mi parte, lo hago con firme decisión y decidida aspiración.

Así que gracias a ellos, a los que me muestran que la grandeza no está en el resultado ni en la admiración ajena. Es importante y bastante bonito ver lo que produce tocar un corazón con amor, ser testigo de su transmutación, de su gran poder, de su luz y, reconocer que como parte de un todo, allí estuve yo también. Eso es lo que me hace cada día volver a sentar en esa silla para dar. Sin el poder del fuego que transmuta mi mirada y mi intención, nada de esto sería posible. Por eso, bienvenido fuego que calienta, sube a la consciencia, pero no quema.

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