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CAPÍTULO 2. LA MADRE

Ella, tenía el corazón roto. No, no fue un amor de pareja el que se lo rompió, fue aquel día que sentada en la sala de su casa con pocos años de adolescencia le derramaron encima la noticia que la perseguiría por toda la eternidad: “la mamá está enferma, es grave, no sabemos cuánto tiempo vivirá, pero sabemos que es poco, menos de un año”. Ya estuvo, con tan solo 20 palabras su mundo cambiaría para siempre, y su destino también. Aunque a lo mejor esto hacía ya parte de su destino, de aquel que había planeado en alguna dimensión en donde le prometieron a su alma que haría parte de un plan completo en el que ella avanzaría en la evolución de su conciencia y que al final, estaría bien. No tenía idea de qué se trataba, solo podía sentir la ausencia del pulso de la vida. Fue como cuando metes en el congelador un pedazo de carne para prevenir que se dañe, evitar que se pudra, que deje de servir. Igual fue ese instante, se congeló todo por dentro porque de no hacerlo iba a dejar de funcionar.

Ella, la mayor de 6. No era tan mayor, pero sí la primera. En un tiempo en el que la libertad de elegir era poco y en donde por regla general en ausencia de la madre, la hija mujer mayor debía quedarse a cargo de la familia, fue que la noticia llegó y el cuerpo se congeló. No fue solo una cosa, no era solo perder a su madre, sino también perder la posibilidad de una vida propia, muchos años antes de siquiera empezar a buscarla. Estaba todavía terminando de jugar a las muñecas cuando le dijeron que tendría que empezar a poner en práctica sus juegos infantiles, pero esta vez con sus 5 hermanos y un papá lejano de corazón.

No fue la madre la que quiso que las cosas fueran así, porque de hecho no lo quería. Una semana después le pidió que dieran un paseo y le dijo que lamentaba que las cosas fueran de esta manera, que quería prometerle que iba a hacer todo lo posible para que este cuento de pesadillas sin fin acabara al abrir los ojos, pero sabía que le estaba mintiendo, no podía prometérselo, nadie podía. La madre la miró y con sus ojos clavados en el corazón de la hija le deseó que el futuro fuera uno diferente para ella, porque quería para su hija que pudiera tener una familia propia. No era justo que por una desafortunada idea creativa de la vida – que la llevaría a la muerte – pronto, su hija tuviera que renunciar a la suya propia.

Sin darse cuenta pasaron algunos años y la madre aún vivía. Nadie quiso decirlo en voz alta para no tentar a la suerte, pero aunque permanecía enferma, delicada y débil, seguía viva. Hubo un día en el que la hija se permitió soñar y amar. Decidió que no dejaría de vivir más esperando a cada instante la muerte de su madre, y que descongelaría un pedazo de su corazón para que pudiera entrar aquel hombre al que amaría por siempre. Ella tenía 16 años y toda una vida por delante. Lo amó desde el primer instante en que sus manos se encontraron y por un momento creyó que la felicidad la había atrapado, su mamá no había muerto y su gran amor estaba sentado a su lado en el parque. Muchos años después recordaría lo que sentía cuando lo tenía cerca, ese calor intenso, esa sensación de seguridad, de haber encontrado un lugar para ella, la libertad de amar y ser amada. Quiso creer que la noticia de la futura muerte de la mamá había sido solo un intento fallido de la vida y que lo que quería para ella, para su futuro, sería posible.

Una noche de verano, cuando todos en la casa intentaban dormir, pero el sofoco no los dejaba, oyó unos gritos secos. Tres, dos, uno, acción… empezó el momento de la película en donde todos nos estremecemos y pensamos seriamente irnos de la sala cine. Ella tenía 17 años y la cuenta regresiva de la vida de la mamá empezó a marcar. El hospital se convirtió en su hogar; los términos médicos y la incertidumbre por la posibilidad de la muerte, tan ingrata, tan impaciente estaban allí en cada momento. El dolor físico de la madre, los llantos confundidos de los hermanos, la inexpresiva cara del papá, el dolor en el centro de su pecho, era todo demasiado. Pasaron los días, las semanas y los meses y aquella amenaza de años atrás estaba materializándose ante sus ojos, sin que existiera una posibilidad de control o salida de emergencia. La instrucción era simple: “sigan con su vida, vayan al colegio, salgan con sus amigos, sigue amando a tu novio; su vida no puede estar aquí metida conmigo”, decía la mamá. Por simple que fuera, cumplirla resultaba tan difícil como la idea de perderla para siempre. Usó cada fibra de su cuerpo para ser la niña siempre buena que hasta ahora había sido y hacerle caso a la mamá, pero en el fondo, y siempre antes de dormirse, sabía que su destino le estaba pisando los talones y pronto tendría que asumir la dirección de su hogar. La idea le aterraba, y más ahora que estaba él, a su lado, con su calor. Trató de no pensar mucho y de seguir amándolo, pero los gritos de la mamá cada vez que regresaba del hospital empezaron a perseguirla en los sueños. 

Una madrugada después de 9 meses de agonía y dolor ajeno, después de pasar una noche al lado de la cama de su mamá oyéndola suplicar que el dolor parara, que se acabara todo, sin estar consciente de que su hija era la que le estaba sosteniendo la mano, ella decidió que tenía que abandonar su impulso egoísta y su rezo diario para que la mamá no se muriera, y que era momento de descansar. No pudo decirlo en voz alta, a nadie nunca se lo dijo, pero a las 3:54 de la mañana deseó la muerte de su madre, de aquella mujer que nunca la abrazó lo suficiente, que fue dura y seca con ella, que le parecía tan bonita, elegante y completa, pero que nunca pudo completamente alcanzar. Se sintió mala al desearlo, mala mujer, mala hija. Al otro día fue a la iglesia del barrio y se confesó; el cura le mandó a rezar 5 padres nuestros y 10 aves marías. 

Pasaron 4 meses más de agonía en el hogar y ella cada noche pedía lo mismo, pedía ya no por la salud de su madre sino, por la posibilidad de que descansara de su dolor. Una noche en la que pudo dormir plenamente tuvo un sueño tan claro que su cuerpo se sacudió. Se casaría con su gran amor. Aún estaba joven para hacerlo, pero lo amaba y sabía que él la amaba también. De hacerlo, su madre podría descansar y morir tranquilamente, porque aunque nunca se lo dijo, no se moría para no arruinar el destino de su hija. 

Habló con su novio. No le confesó su razón principal, solo compartió con él su deseo de amarlo para toda la vida. Él, que también la quería y que vivía la vida con mucha más soltura que ella, dijo que sí pero tendrían que hacerlo sin que nadie se diera cuenta. Lo planearían solos, lo ejecutarían solos, porque sabían que si le decían a sus familias iban a tratar de impedirlo. 

Lo harían dentro de un mes. Como ambos tenían más de 18 años podrían hacerlo sin el permiso de sus padres. Hablaron con el cura del barrio y compraron un vestido para cada uno. El resto lo pensarían después. 

Ella empezó a despedirse de su mamá en silencio y a notar cómo poco a poco se iba apagando. El tiempo se estaba acabando y con una punzada en el corazón procuró día a día entregarle – con un secreto a bordo – un poco de calma a su madre. Nunca había entendido cómo era que las personas podían sentir dos cosas al mismo tiempo, hasta entonces. El dolor profundo se mezclaba con la calma que le producía imaginar el descanso eterno para su madre, y para todos. La miraba y quería decirle lo que iba a hacer para que pudiera empezar a planear su despedida, pero no se atrevió nunca a decirlo en voz alta, solo dejó que el tiempo pasara, tan lento y denso que aún lo recuerda y quiere salir corriendo.

La noche antes de la boda no pudo dormir, sentía que lentamente se estaba convirtiendo en una asesina y que si lo hacía, posiblemente se culparía toda la vida por haber abierto la puerta para que su madre emprendiera su viaje de vuelta a casa. Tanta fue la desesperación que tuvo fiebre, y luego se le quitó. Tanta fue la desesperación que las alucinaciones escondidas entre los sueños inconclusos le mostraban que el espíritu de su madre la perseguía por siempre. Quería que fuera así, que nunca se fuera, por eso la cuidaba tanto porque no podía imaginar vivir sin ella. Pero no sabía si podría cargar con la culpa de haber dimitido de la responsabilidad de su familia y de irse, cuando su mamá muriera – por su culpa –

Con el primer rayo de sol se levantó y procuró no pensar. Sabía que no había solución, cualquier opción implicaba una pérdida trascendental, no había forma de elegir. Así que en automático se bañó, se vistió, salió de su casa. 

… c o n t i n u a r á

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