
CAPÍTULO 2. LA MADRE
… c o n t i n u a n d o
Esa mañana la madre sintió algo raro, fue un suspiro de vida o tal vez uno de esos que se dan en el último momento, cuando estás listo para morir. Rumbo a la iglesia las lágrimas empezaron a brotar por los ojos de ella. Tres cuadras antes de llegar lo supo, sabía que aunque le diría a su novio que todo estaba bien, no lo haría. No podía, no quería que se fuera su madre todavía, le pidió a dios un último milagro, la posibilidad de que todo volviera a ser como antes, una madre, un padre, unos hermanos, una casa, una vida por delante. Le suplicó que no tuviera que elegir, rogó por su alma, por la de su madre y por la de todos aquellos que más adelante sufrirían el peso de esta carga. Lloró y prometió que si la salvaba, dedicaría su vida a servirle a otros, a deberse a otros, lo haría por ella, por la mamá. El miedo de tener que hacerse cargo de la familia había desaparecido, ya no se trataba de eso, simplemente creía que no era justo y que por más juiciosa que hubiera sido toda su vida, esta era la única tarea que no podía aceptar sin rechazar.
Al mirarlo sintió una punzada en el corazón porque sabía que lo que iba a hacer a continuación, la llevaría a perderlo para siempre. Lo amaba, ¡lo amaba tanto! Se había imaginado la vida que tendrían, los hijos que tendrían, lo felices que serían, pero no podía tenerlo todo. No podía ser feliz y mantener a su madre viva. En este libreto que escogió para su vida, la posibilidad de no perder se había quedado en eso, en solo una posibilidad. Estaría a punto de aprender que en el amor, la vida siempre estaría en deuda con ella. Tomó una respiración profunda y con la poca valentía que le quedaba pidió el teléfono prestado, llamó a su padre y le contó lo que estaba a punto de hacer. Muchos años después cuando le preguntaran por qué lo había hecho, ella diría que no lo sabía, pero claro que sí lo sabía. Era la única manera posible de parar con esta locura, esta locura de amor. El padre dijo solo 4 palabras “voy para allá, espérame”.
Pasaron 4 meses. Ella estaba mirando por la ventana montada en un bus en las calles de Chicago. Llevaba 4 meses llorando, pero ese día las lágrimas no salieron más. Recibió una carta de su hermano en la que le contaba que la mamá había estado hospitalizada de nuevo, pero que había vuelto a salir de la clínica. Estaba bien y cansada, pero viva. Le contó que Antonio se había ido también, estaba estudiando en Centro América. Se había ganado una beca, pero la había rechazado para casarse con ella. El día del desastre en la iglesia, a Antonio no le quedó más opción que irse para curar su corazón. Pensó que al leer estas palabras lloraría de nuevo, pero no, ni una sola lágrima salió. Al parecer había llorado todas las que lloraría en su vida, porque después de esto, solo 4 veces más la vieron llorar. Ni por dolor, ni por tristeza, ni por alegría podía hacerlo, era algo más que perdió por culpa de su decisión.
Regresó a casa al cabo de dos meses más. Nunca más lo volvió a ver. Su madre estaba muy muy enferma. Lo que serían solo unos meses de vida se convertiría en 12 años de agonía. Todos intentaron volver a la normalidad, pero la madre gritaba mucho, le dolía mucho. Pasaban meses de tranquilidad y luego una noche más, una hospitalizada más, un miedo más de verla morir. Ella lo hizo lo mejor que pudo, decidió rehacer su vida y lo logró, disfrutó, bailó, paseo, tuvo amigos maravillosos y encontró un nuevo amor. No era tan bonito, no se sentía tan bien, pero era de ella. En las fotos que quedarían impresas para el futuro nunca se vería una cara de amor ni de alegría al verlos juntos, pero estaban así, siempre uno al lado del otro. Nunca se permitió reconocer que no lo amaba, porque era su opción para intentar crear el pedazo de fantasía que quería para su vida. Una casa, un esposo, una familia, unos hijos. Así que se resignó a no amarlo tanto y a recibir de él lo que no le gustaba. Sabía que ese amor que revuelve el estómago y que te hace sentir como en casa, pasa solo una vez en la vida, y después de todo se sentía muy agradecida porque ella había podido tenerlo. Su madre cada año estaba más débil, más adolorida. Ella se resistía a volver a tomar la decisión de casarse, porque el precio que había pagado años atrás había sido tan alto que no podía siquiera pensarlo. Pero estaba él, con la intención de darle un hogar; y estaba ella, su madre, con una súplica en silencio. Nunca más volvió a decirle que no quería morirse antes de que ella se casara para no presionarla. Todo se sabía en las cuerdas de ese inconsciente familiar que une las mentes de las madres y las hijas, así que no era necesario decirlo.
Aguantó 6 meses más, no podía verla más así. Nunca imaginó que el poder del amor se pudiera materializar de una manera tan cruel. La madre quería descansar. Ellos no dejaban de sentir miedo al despertar, y al acostarse. Los médicos no sabían qué más hacer, ella rezaba para que la vida se la llevara, pero no funcionaba, no descansaba, no se moría. Así que mirando el mar en un junio de vacaciones lo decidió. Había llegado el momento, se casaría. Lo miró y le pidió que fuera su esposo para siempre, él aceptó. Llegaron a casa y le contaron a todos, se pusieron felices. Un nuevo suspiro atravesó a la madre, sabía que el fin estaba llegando y solo pidió una cosa a la vida: tener fuerza para estar presente el día de la boda de su hija, para poder bailar, para poder despedirse de la vida como le había gustado siempre, con elegancia y belleza.
Se casarían en diciembre, harían una gran fiesta. Ella trató de emocionarse tanto como pudo, pero no fue fácil, sabía que no lo amaba lo suficiente. Así que se permitió solo uno más de estos pensamientos, construyó la frase que le hacía temer por su vida, pero que al pensarla completamente, metería para siempre en un baúl con llave en el centro de su corazón. 40 años después, el día que se divorció de él, leería lo que decía en el baúl que había guardado en su corazón y recordaría que siempre lo supo. La frase decía: “no lo amo lo suficiente, él no me ama por lo que soy, no seremos felices, pero a estas alturas, pedir por la felicidad es solo una ilusión”.
Bailaron, cantaron, celebraron la vida sabiendo solo ellas dos que lo que estaban celebrando realmente era la llegada de la muerte y con ella, el descanso. Se fueron de luna de miel, volvieron, se instalaron en su nuevo hogar y ella, mientras aprendía del arte de ser esposa, esperaba con calma la llamada que confirmaría que lo había hecho por su madre. Había dejado ir al amor de su vida para que no se muriera. Se había casado años después con ese hombre al que quería, pero no amaba, para que su madre pudiera al fin salir de la agonía de su enfermedad. Fue un 15 de mayo a las 2:35 pm cuando el teléfono sonó. Al otro lado uno de sus hermanos le dio las indicaciones. Llamó a su esposo, pidió un taxi e inició el recorrido más extraño que había hecho hacia la clínica a la que había ido por más de 100 veces en los últimos 12 años. Entró, la vio viva y llena de gozo, supo que era el final. Fue ella la que le dio la última comida a su madre. Fue ella la que la escucho hablar por última vez. Fue ella la que en silencio le dijo que la amaba y que los últimos años los había vivido con ella por delante, pensando en ella, tomando cada decisión en torno a su vida y a su muerte. No sintió culpa, no tuvo miedo, ya no tenía más de esto. Habían sido tantas las noches y los días de zozobra que el miedo le dio una tregua y decidió no aparecerse en el cuarto del hospital esa tarde. Fue al baño y antes de cerrar la puerta la miró por última vez con los ojos abiertos. Cuando se estaba lavando las manos una mariposa amarilla se posó encima de su mano derecha, era tan hermosa que ella se quedó unos minutos mirándola, viendo su belleza, su elegancia, dándole – sin saberlo – el tiempo suficiente a la madre para que dejara de respirar. No había ningún pensamiento en su mente, solo una hermosa apreciación de color y vida. Sabía que estaba inmóvil, quiso quedarse unos segundos más así, y luego oyó un susurro cerca a su oído que decía “ahora si me voy”. La mariposa salió por la ventana. Su madre murió.
* * *
En cuanto a vínculos y relaciones se trata, la madre ocupa el primer lugar. ¿Por qué es la más importante? Porque ese vínculo que tenemos con nuestra mamá, con ese lugar físico de donde venimos, la unión con su energía nos permite vincularnos con la vida. La vida nos viene a través de ella. La madre es el símbolo de la vida.
Claro, la vida nos viene del padre también, del aporte que dio con su semilla para que se diera. No hay posibilidad de que haya vida sin un hombre y una mujer, un papá y una mamá. Pero la metáfora de la vida está en la madre. La metáfora de la creación le pertenece a ella. Ella fue la que nos la dio, la que nos mantuvo en su cuerpo durante nueve meses, nos nutrió, nos alimentó, nos cuidó, se cuidó ella misma, nos parió. Tuvo este parto, un alumbramiento en el cual nacimos a la vida que hoy tenemos. Y esto por decir lo mínimo. La mamá después estuvo y nos contuvo, nos acompañó, nos ayudó, fue nuestro refugio, nuestro contenedor. Así que es el vínculo más importante que tenemos.
… c o n t i n u a r á
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