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… c o n t i n u a n d o

Es casi desgarrador que a medida que vamos creciendo nos vamos encontrando con este ser que se llama mi mamá, que es una mujer con una historia. Hay unas que se convirtieron en madres queriéndolo, otras sin querer, fueron mamás que creían que querían, fueron mamás que lo hicieron muy jóvenes, que ya lo hicieron muy viejas, que lo hicieron solas, que lo hicieron acompañadas, que tuvieron mucho miedo, que sufrieron traumas, que no supieron qué hacer… porque tantas mamás hay como historias de su maternidad. Lo que nos pasa es que esta mamá que debería ser simplemente un animal mamífero que cuida y protege a su cría, está metida dentro de un ser humano al que le ha dolido la vida, como a todos nos ha dolido. El dolor de la vida ha sido un dolor muy intenso, porque ha sido uno que no se ha mirado, no se ha reconciliado, no se ha gestionado, no se ha trabajado, y ese dolor ha hecho que se construyan un montón de mamás, para que luego haya un montón de hijos que tengamos un montón de reproches hacia ellas. Esos reproches no son más que dolor, no son más que un hijo que dice «yo quería que tú fueras diferente”.

Lo que generalmente queremos y necesitamos los hijos es tener mamás fuertes, emocionalmente maduras, que se sientan completas como persona y como mujer; mamás sin miedo, mamás que quieran ser mamás, todas características muy complejas de construir y de lograr. Todas las mujeres que hoy nos llamamos “madre” tenemos la tarea de responder a esa petición del mundo de los hijos. Muchas lo están intentando hacer luego de haber parido. La tarea de encontrarnos con nosotras mismas, de decirle sí a nuestra propia vida, de gestionar todo lo que nos pasó, de emocionalmente tener herramientas para lidiar con la explosión de acontecimientos diarios, no tiene fin. Llegan los hijos y no estamos listas, no estamos completas, pero ellos lo que quieren y necesitan es eso. Como hijos y como hijas lo exigimos, pero a medida que fuimos creciendo, empezamos a darnos cuenta de que esa mamá no estaba tan completa y tenía muchos dolores que empezaron a crearse en ella porque además de ser mujer y de ser mamá, era esposa, era hija, era empleada, amiga, amante, jefe; era un montón de personajes y en cada una de esas relaciones tenía un montón de dolores. Sin darnos cuenta de esto empezamos a exigirle que fuera superheroína y al no encontrarla, comenzamos a construir los reproches hacia ella.

Nuestro aporte a las heridas del mundo y a la curación de sus dolores, se encuentra en la posibilidad de humanizar a la madre.

Siendo entonces un adulto, y con una maleta llena de construcciones injustas acerca de lo que debería ser el amor de una madre, y más aún, de lo que debería ser una madre, queremos inconscientemente poner un poco de balance y meter la mano para reparar lo que a nuestro criterio no está bien diseñado. Empezamos a ponernos por encima de ella y hacer las veces de la mamá de la mamá, ya sea porque la juzgamos muy fuerte y sentimos que ella no sabe ser madre, o por aquello que oigo muy frecuentemente en el consultorio y que se vuelve una frase de descripción generalizada hacia esta mujer:

⁃ Es que mi mamá es supremamente débil.

⁃ Mi mamá es muy sumisa.

⁃ Mi mamá es muy poco autónoma.

⁃ Ella no sabe ser mamá.

⁃ A mí me tocó ser la mamá de ella y tomar las decisiones por ella.

⁃ Mi mamá se fue a trabajar y no estuvo pendiente de mí, yo no tuve mamá al crecer.

Esto lo que produce es una necesidad de ponernos por encima de ella, incluso en nuestra propia maternidad. “Yo tuve que ser mi propia mamá” decimos. Lo creemos aunque no sea verdad, porque a los siete años no puedes ser mamá de ti mismo. Pero esa fue la idea que construimos al desvincularnos de ella. Nos pusimos por encima ya sea porque la juzgamos, no nos gustó lo que fue y creímos que debió haber sido mucho más, o porque la vemos con tantos dolores que queremos salvarla. Nos volvemos arrogantes y la arrogancia es la que nos impide tomarla. En esta forma amor desordenado somos expertos cuando somos niños, expertos en encontrar cuál es el dolor de la mamá que le duele tanto y que está impidiendo que esté completamente disponible para nosotros. Entonces, lo identificamos cuando somos un bebé, una niña chiquita, un niño de 3, 4, 5, 7 años. Lo hacemos desde un lugar que no es racional ni consciente. Un niño de 7 años no es capaz de saber que su mamá se siente sola porque la abuela murió, o que en su relación de pareja lo que está buscando es alguien que la proteja y en papá no encuentra eso. No, el niño o niña no logra hacer este proceso estructurado desde un observador imparcial, sino que más bien es como una antena parabólica y se da cuenta del dolor de la mamá a nivel inconsciente y profundo, empieza a hacer todo lo necesario para salvarla, para querer llenarle el hueco, el vacío o el dolor que tiene. Lo asombroso del tema es que lo hacemos con una intención supremamente egoísta. En nombre del amor sí, pero el objetivo es egoísta.

Lo hacemos en nombre del amor porque lo que más amamos es a la madre, pero lo que procuramos es arreglarla, solucionarla, salvarla, para que así ella sea la mamá que queremos para nosotros y como nunca lo logramos, la tarea desde el inicio es imposible en sí misma. Se convierte en una trampa. No logramos arreglarle el dolor que tiene, no logramos llenarle el hueco, entonces lo único que nos queda es empezar a juzgarla y a desvincularnos de ella, sentimos que no fue la mamá que necesitábamos que fuera. Esto a veces pasa a los 10 años o a veces a los 20, incluso a los 60 años. Puede ser que nos tomemos una vida entera en darnos cuenta de que llevamos todos nuestros años tratando de hacer por mamá lo que ella no ha podido hacer por ella misma, y puede ser que al darnos cuenta nos sintamos muy alejados de nuestra propia existencia, porque llevamos toda la vida en una tarea que no va a funcionar, que no funcionó, que nos hace sentir que no somos tan buenos hijos. No está funcionando esta tarea de salvar a la mamá y esto hizo que no pudiéramos estar disponibles para nuestra propia vida. Nos encontramos entonces ante una crisis existencial, de esas que nos dicen que ya no sabemos quiénes somos, para qué servimos o hacia dónde queremos seguir.

Pero poco o nada se trata de la crisis, mucho se trata de haber trasgredido ese orden al haber querido ser la mamá de la mamá. Este movimiento es uno que resulta arrogante y que le quita a la madre la dignidad de su lugar. Debajo del acto lo que hay es un dolor muy grande, porque no pudimos tener la mamá que queríamos. Como nos hemos alejado tanto de nuestro lugar de hijos y nos hemos puesto donde no nos corresponde, el alma familiar busca recobrar el orden desde un lugar que es poco armonioso, pero tan bulloso que lleva a cientos de personas a una silla de terapia, y en donde Constelaciones Familiares se hace tan efectivo. La idea que aparece es la de que como hijo o hija nos estamos pareciendo mucho a la mamá o que estamos repitiendo su historia y no queremos ser como ella. Este pensamiento resulta por rechazo o por físico temor a experimentar, ahora siendo adultos, el dolor que sentimos cuando niños y que no supimos qué hacer con él, porque no era nuestro. En el reconocimiento del rechazo, y por ende en el miedo, es donde se alberga la nueva posibilidad, porque allí es donde realmente está el problema. En donde está el problema, está también la solución. En el rechazo a la madre está el rechazo a la vida, en el rechazo a la vida nos encontramos con que no nos va tan bien en las relaciones de pareja, el cuidado del cuerpo no es nuestro fuerte, el dinero aunque sabemos que podemos producirlo no hacemos un buen uso de él, y la vida en general no está siendo tan armoniosa y productiva como podría ser.

La solución entonces, o al menos la nueva posibilidad, está en poner orden, tomar a la madre, tomarla completamente y sobre todo devolverle dentro de nuestra mente aquello que le quitamos una vez cuando quisimos juzgarla o pasar por encima de ella: su dignidad como madre. Es poder decir – y que nos crean – que ella es la grande, ella fue la que nos dio la vida, la que decidió que existiéramos, la que por más que digamos que nunca nos abrazó, nunca nos acarició, nunca nos expresó amor, lo que realmente sucedió fue que no nos acordamos del millón de veces que sí nos abrazó, sí nos acarició y sí nos expresó amor mientras éramos bebés, cuando nos cargaba cada vez que llorábamos, nos bañaba todas las noches y nos vestía todos los días. Por supuesto es difícil agarrarnos de aquello que no recordamos, resulta bastante extraño cómo es que al principio de la vida los padres nos dan tanto, pero no lo recordamos, y luego construimos una idea que no es tan real, aquella que nos dice que no fueron tan buenos padres, para luego ya siendo adultos tener que reconstruirla y poder decir: “Sí, mi mamá sí me dio mucho”.

Esto es, incluir el amor, en oposición al rechazo.

… c o n t i n u a r á

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