
Aceptar lo que no llegó puede ser el inicio de un nuevo comienzo…
Por lo general entendemos y asociamos los duelos a la muerte de un ser querido o a la pérdida física de algo, a un ciclo que se cierra, algo que fue y dejó de ser. Pero hay un duelo que duele, y duele mucho. Uno que tenemos que recorrer silenciosamente porque parece tonto siquiera decirle a los demás que estamos en duelo por lo que no ocurrió, por lo que no tuvimos, por lo que ni siquiera pudimos perder.
Estoy hablando de lo que no llegó a ser, como ese amor que no se concretó, el abrazo que no se dio, el proyecto que nunca se realizó. Aquello por lo que trabajaste internamente durante mucho tiempo y que pusiste al frente como posibilidad latente, que por años te acompañó y algunas veces quisiste guardarlo para ti porque creías que si lo contabas, podía caerle la mala suerte. Así que no dijiste nada, deseando que algún día pudieras sentir lo que habías anhelado por tanto tiempo y que este proyecto en tu vida fuera al fin, la realidad que se suponía tenías derecho a tener.
¿Alguna vez has llorado por algo que nunca sucedió? Bueno, yo sí.
Estoy segura de que podrás encontrarte en alguna de estas situaciones y ahora entender qué era lo que te estaba pasando, comprender que lo que atravesaste era un duelo silencioso. Tal vez se trató de una relación amorosa que nunca empezó, o de un hijo que no llegó, del futuro que imaginabas y se desvaneció, o de la infancia que hubieras querido tener, pero no tuviste. Tal vez se trató de aquella relación que quisiste tener con tu mamá y por más que lo intentaste, en tantas idas y venidas, en tantas intenciones de juntar, de sentir más cerca, de creer que lo que tenían era una relación profunda, te perdiste, porque no alcanzaste a darte cuenta de que lo que querías que fuera, simplemente no pudo ser. O simplemente no te daba el corazón para por fin ver que no siempre logramos juntarnos como se supone que debe ser.
El amor allí resulta el más caprichoso de todos.
De pronto te encuentras repartiendo conversaciones en donde dices que sientes nostalgia y melancolía, rabia porque no ocurrió lo que querías, le cuentas a tu amiga que hay en ti una sensación de injusticia porque te has dedicado a dar, y a soñar, pero al final esta relación nunca se expresó como te la imaginabas. Te encuentras ante las preguntas existenciales que recogen el «¿por qué no fue así?», sientes culpa porque sabes que pudiste hacerlo mejor, y dolor porque ves caminar a otros de la mano de aquella persona que para ellos es, lo que para ti nunca será.
Constantemente le digo a mis consultantes que no es obligatorio tener una relación íntima y fluida con nuestra familia, porque a veces no es posible. Les digo todo el tiempo que a los padres no hay que tenerlos siempre cerca, incluso puede ser que ni siquiera sintamos que los amemos, porque hay padres y madres que sí han hecho mucho daño y que se perdieron la posibilidad del amor del hijo. Pero les digo también que lo que no puede faltar es la capacidad de honrarlos, agradecerles por la vida que nos dieron, por todo lo que nos regalaron, y final poder tomarlos sin reproches. Esto es lo que se necesita para que el hueco de su rechazo no se produzca en la mitad del corazón y para que la vida no se vuelva más difícil, más imposible. Sé que es verdad, sé que no todos logramos tener una relación con nuestra familia de origen armoniosa y cercana. Y sé que está bien. Pero así como con la relación que nunca se dio, con el hijo que no llegó, con el proyecto que no se concretó, se hace difícil sanar y que deje de doler lo que nunca existió. Porque no hay algo tangible de lo cual despedirse, porque se siente innecesario soltar lo que nunca se tuvo, porque se siente irreal o incluso tonto llorar por lo que nunca fue. Así que siempre le digo también a mis consultantes que el principio de la resolución está en nombrar el dolor, conocerlo y darle un lugar.
En este caso el dolor es por lo que no ocurrió y porque la ilusión ya no sabe donde estar, el deseo se quedó sin oficio, y el amor y el tiempo invertidos en aquello que no logramos, por fin nos gritan que ya no pueden más, que no quieren seguir perdiendo su tiempo y que no van a seguir pretendiendo dejar de ver lo que resulta obvio. Ahora lo único que queda por decir es: «Esto se acabó».
Podemos entonces, al igual que con los duelos de lo que perdimos o lo que acabó, hacer un pequeño ejercicio de reconciliación y apertura para lo nuevo. Tal vez solo se trate de nombrar aquello de lo que nos estamos despidiendo para darle ese lugar, hacer un pequeño acto simbólico para que nuestra mente entre en sincronía con nuestro nuevo sentir, puede ser una carta de despedida, un paseo por el bosque para encontrarnos con nuestra nueva realidad, tirar una piedra a un lago o un río, o escribir en un papel aquello que estamos dejando ir. Luego agradecer porque aquello que estuvimos persiguiendo se convirtió en nuestra fuente de inspiración y ahora podemos poner esa energía en algo más, y por último, abrir nuestro corazón a lo nuevo, permitiendo que el espacio que quedó vacío se llene de nuevas posibilidades, unas que estén más en sintonía con lo que realmente somos, ahora.
Cuando no queda mucho más por hacer y lo que queda por decir es una repetición del dolor, debemos abrirnos a la posibilidad de algo nuevo, que en el caso de la relación de familia, del proyecto laboral, de la relación de pareja, significa empezar a construir una nueva versión de esto que somos con relación a lo que nos rodea. Una nueva versión que incluya la realidad con la que tenemos que contar y que pueda de alguna manera inspirarnos y provocarnos alguna especie de ilusión, porque sentimos el descanso de reconocer que lo que no llegó a ser, simplemente no tenía espacio suficiente dentro de nosotros para expresarse como realidad tangible. Necesitamos imaginarnos diferentes escenarios de amor, diferentes versiones de esa persona que creemos que somos – pero que realmente vamos siendo -, necesitamos esperar a que pase el tiempo y que con él, la nueva realidad se construya, y que podamos ir aprendiendo cómo es que es esta nueva forma de amar.
Y por último recordar que a veces, lo que nunca ocurrió también nos enseña a vivir lo que sí está aquí.
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